Desde que descubrí que los reyes no existían supe que la vida iba a ser difícil. El atentado a mi vida fue terrible, no paré de llorar en secreto. Si no existen los reyes, quizás tampoco existirían otras cosas en las cuales creía ciegamente.

Mi vida de detective había terminado abruptamente. Había pasado mucho tiempo tratando de imaginar cómo entraban a la casa, dónde dejaban los camellos, cómo nadie los sentía, y cómo siendo tantos niños en mi vecindario nunca se equivocaban con los regalos.

Federico, un compañero de escuela, me había dicho que los reyes eran los padres, pero me negué a creerle. Incluso cuando me juró que su padre se lo había confesado por no poder comprarle una bicicleta, seguí negándome a aceptar esta realidad.

El siguiente golpe fue el divorcio de mis padres. Una mañana me vi con maleta en mano, mudándome de la casa familiar a la de mi abuela. En aquellos tiempos, la costumbre era separar a los hijos.

Ante esta realidad, tuve dos opciones: ser un niño infeliz en un mundo hostil o construir mi propio mundo. Comprendí temprano que la felicidad dependería exclusivamente de mí, y comencé a trazar mi ruta para alcanzarla.

Inventé un mundo propio y traté de contagiar a todos con mi utopía. Hoy, casi al final del camino, sé que ha sido posible. Cada mañana me levanto con la única intención de inspirar a aquellos que no están conformes con su mundo, recordándoles que jamás dejen de soñar, nunca pierdan las esperanzas y siempre siembren el bien en su camino.

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