El enigma de Lúculo: Entre instintos y redención
Entró, la vio ahí, moviéndose inmóvil, invitante y generosa. Él iba de paso, pero se detuvo. ¿Qué otra cosa le estaba permitida? Era la pregunta justificante que terminaba haciéndose Lúculo siempre que su racionalidad devenía insuficiente para frenar los instintos. Se decía a sí mismo que no era culpa suya la manera en que su antropología había organizado las tendencias que lo gobernaban, cómo aprovechó aquella las predisposiciones que le ofrecía la memoria genética de que era dueño para imponer estas.
Y cuando esa autojustificación se diluía, ante lo grave del daño a terceros que suponía causaban sus acciones, desplazaba su conjetura al ámbito de la fe y el no menos ideal refugio de la predestinación divina: "así lo lo había hecho Dios y no podía ir contra natura".
Se conocía a sí mismo, poseía un sentido de la diferencia que le permitía distinguir el bien del mal, pero siempre terminaba compulsivamente vencido ante "su naturaleza". Entretanto, el objeto seguía ahí, invitando a ser tomado, manoseado, olfateado, provocando en Lúculo un desborde de adrenalina difícil de manejar. Miró a todos lados, volvió a mirar la prenda, aguzó su oído en busca de sonidos denunciantes de posible proximidad de presencias extrañas.
No, no lo haré, pensó resignándose. Dio media vuelta y salió del lugar, dejando sobre aquella cómoda la mefistofélica prenda. Pero, al llegar a su habitación, volvió a susurrarle el "maligno", ¡anda, tómala y colma de una buena vez tu quididad!
Por unos minutos estuvo en una habitación que, en la ocasión, le pareció una cárcel. Se armó de valor y, resuelto, salió de nuevo de allí como alma a la que acompaña el diablo. Ahora sí tomaría el futuro fetiche para esconderlo y solo sacarlo en los momentos que demandan la compañía imaginaria del ser amado, esos momentos sin testigos en los que daba riendas sueltas a todas sus miserias y en los que su "naturaleza" era presa de una incontrolable ebriedad instintiva.
Pero, al salir al living volvió a dudar. Ya para ese momento estaba turbado, su cinestesia estaba comprometida y sudaba copiosamente. Retrocedió a su alcoba para convertirse, ya sí, en el otro "buen ladrón", otro distinto de aquel crucificado, no redimido por su fe, sino por su miedo, otro "buen ladrón" no por haber cometido el pecado y arrepentirse luego, sino por desistimiento previo a cometerlo. Apagó la luz, se sumergió en el abismo de sus fantasías, y entonces, volvió "Lúculo a cenar con Lúculo".